Hace cinco meses que vivo a ochocientos kilómetros de mi casa, tratando de cumplir un sueño (que me está costando mucho más de lo que pensaba). Nadie dijo que fuera fácil, aunque tampoco imposible, pero no todos los días son iguales, y hay algunos que se me hacen tan cuesta arriba que el más mínimo fracaso es capaz de derrocar cualquier logro conseguido con mucho esfuerzo. Así es la distancia y el hecho de tener que sacarme las castañas del fuego yo sola, pues mamá y papá no pueden estar esperándome a la vuelta del colegio para que les cuente mis cuitas, para que me den un abrazo cuando no he tenido un buen día o para darme infinitos ánimos en vísperas de cada examen.
Cuando debemos emigrar a estudiar a otro lugar, tenemos ansia de volar alto, muy alto, pero es una edad en la que tenemos tantos pájaros en la cabeza que no nos dejan darnos cuenta de que a pesar de que nos hagamos adultos, aún dependemos de nuestros padres, dato que parece venir en letra pequeña en el manual de instrucciones de Vida del estudiante universitario.
Aunque no salgamos todo lo que quisiéramos y pudiéramos, cuando lo hacemos, confirmo que el mito es totalmente cierto: "la vida universitaria es la vida mejor", aunque, ¿cuántos hablan de la intimidad en nuestra habitación de la residencia o piso cuando recordamos día a día los momentos que no volverán nunca más? Ahora es cuando comienzas a conocer el verdadero significado de la palabra nostalgia, o esa "depre" que sentimos los días que nos dan bajón y nos acordamos demasiado de lo que hemos dejado atrás, o del tiempo que nos queda para poder bajar a casa de nuevo y ver a todas las personas que más queremos, contando en el calendario cada mañana los días para nuestro regreso, pues gran parte de nuestra vida desde que emigramos se basa en "echar de menos", acompañado de alguna que otra lagrimilla y confesión con la almohada, hasta caer rendida del cansancio en la cama tras un largo día de prácticas.
Ése es otro de los temas que también vienen en letra muy pequeña, porque por mucho que se intente describir, es algo que tiene que experimentar uno mismo, pues tampoco todos tenemos la misma suerte de ir a casa con la misma frecuencia, y conforme pasan los días, se va incrementando exageradamente ese sentimiento, sobre todo cuando comenzamos a hablar de meses sin verlos.
Aunque también se merecen un rinconcito en este escrito las compañeras y amigas de residencia, que diariamente soportan nuestros cambios de humor, problemillas en la facultad a causa de "un profesor que explica demasiado rápido o en un idioma diferente y no me da tiempo a coger apuntes", llegándose a aprender hasta sus nombres y apellidos de todas las veces que eres capaz de repetirlo, y al igual con las particularidades de compañeros de clase. Y a pesar de todo ello, están dispuestas a apoyarte en todo lo que esté en su mano, ya que son las primeras en comprender que estar lejos de casa no es tarea fácil y la convivencia, menos todavía.
No quisiera dejar de sentir nunca el momento en el que tras estar en el tren horas y horas, antes de que suene la megafonía con "tren con destino... próxima parada...", ya estoy con la maleta en la mano, mirando por la ventanilla; y ahí están, las personas que más me quieren y a las que más quiero en esta vida, esperándome con los brazos abiertos en la mismísima puerta de mi vagón, llorando de emoción, para fundirse conmigo en un "abrazo que abarca ciudades", efímero pero eterno, con el que todas mis desazones se evaden.
(Fotos realizadas por Miren, una de mis compañeras y amigas de residencia)